No sé si este contar las horas en que tú no estás sirve para definir lo que es amor. O sólo es el deseo de tu boca como un relámpago en el silencio de la tarde, tu piel, el sentido difuso de tu cuerpo...
Entregarte a los silencios del faro y en sus secuencia seguir las estelas en la noche eterna del océano. Una, dos, tres ráfagas cortas y una larga como un minucioso trabajo de arquitectos donde el agua se enciende y en un instante se ven las carreteras del mar, hasta el horizonte que arrastra la penumbra. Allí los sueños se hacen tangibles y a ti vuelve con la brisa el sabor de su boca, la línea sagrada de su cuerpo, nada más que lo importante, aquello que te une a la vida.
Ella me dice que no hay mayor ternura que mi silencio. Mientras, la tarde cálida nos acoge entre las sombras de las parras y unas avispas revolotean deleitándose entre las uvas.
Te lo habrá dado todo y aún así será poco. No hay amores que se consagren al desierto y no fenezcan en la larga travesía de una duna. Porque quizás del amor sólo vale el verso incontestable de un cuerpo a cuerpo, o el trayecto imposible de un silencio de tus ojos a los suyos y en ese vértice la insinuación y el escalofrío de una caricia.
Jardins de Luxemburgo, tu cuerpo tierra de castaños…
Oigo los pájaros en la frondosidad de la noche, un muelle con pequeñas antorchas cuando tú me nombras. Los pasos traen sonidos del verano, una corriente eléctrica de lluvia y relámpagos, la oscuridad entre los árboles y la piel mojada en el deseo de las sábanas aunque sea un suelo de humus y una canción que todavía nos atormenta.
Subo peldaño a peldaño por tu cuerpo
como las viejas escaleras de Montmartre.
Temo la urgencia de ti,
el ansia calcinada esclava de mi boca,
traída y llevada tantas veces
en el silencio orgánico de la noche.
Temo a tu piel, rémora de mis dedos,
su eco lejano, el fragante aroma que me ata.
Temo a tus manos eligiéndome, impacientes,
alzándome con las alas ciegas de un deseo loco,
aferrándome en un ir y venir desde tus pies
a la urdimbre húmeda de tu sexo;
llegando desde tu vientre a tus senos,
sonrosados, hambrientos y sedosos.
Temo andar por tu cuello, morder tu nuca,
sentir tu lengua devoradora,
experta, silenciosa,
hirviendo en un combate sin tiempo con la mía.
Temo el final, el armisticio,
el que me hace, bajando por tu espalda,
revindicar mi derrota.
Sudoroso, todavía usando mi lengua
para humedecer la senda de tus vértebras,
llego a escuchar el ronroneo
que emites en mitad del alba
cuando exhausto, naufrago en tu gozo.